Con mucha frecuencia, la política es analizada desde el estricto ámbito del poder. Ahí, las instituciones, como factores que regulan la interacción humana con la finalidad de evitar incertidumbre, desempeñan un papel muy relevante. Los análisis giran en torno a las elecciones y sus resultados a la hora de conformar los poderes del Estado y su habitual confrontación. Los partidos políticos centralizan la atención, así como los diferentes liderazgos. Las ideologías en cuanto a conjuntos de valores y de elementos comprensivos del mundo también son objeto de interés. En fin, las políticas públicas que atienden demandas, en mayor o menor medida presentes, constituyen un eje fundamental de estudio de la política. Con todo ello se construyen tipologías y se sabe del avance o del retroceso de acuerdo con determinados parámetros. Así hablamos de erosión o desgaste de la democracia e incluso avizoramos su quiebra.

Es tal la preocupación en estos aspectos que, sin embargo, en muchas ocasiones se tiende a dejar de lado el ámbito concreto que está integrado por personas donde tiene lugar el ejercicio del poder. La sobreexposición de visiones estrictamente centradas en lo político-institucional requiere, por consiguiente, abordar la realidad desde una perspectiva interdisciplinar. La demografía, por ejemplo, ayuda a explicar el cambio social señalando cómo están íntimamente conectadas las variaciones entre diferentes grupos de edad, en las tasas de fertilidad y lo que suponen los movimientos migratorios. Todos estos aspectos inciden hoy de forma substantiva en los procesos políticos.

De la misma manera, los cambios producidos en la sociedad, al amparo de la revolución tecnológica en la que nos hallamos insertos, han supuesto una profunda conmoción como jamás antes en la historia de la humanidad por la velocidad exponencial en que se han producido tanto en el tiempo como en el espacio. Además, estas transformaciones muestran un claro desbalance en su desarrollo hacia el sector empresarial privado.

Trabajos como La sociedad del miedo de Heinz Bude o La muchedumbre solitaria de David Riesman han ido completando las premoniciones de Zygmunt Bauman acerca de la sociedad líquida y sus efectos. Las ideas de que se pasa de la promesa de ascenso a la amenaza de exclusión, de que las emociones sustituyen a las razones y de que lo que mueve a seguir adelante ya no es el mensaje positivo sino el negativo, han ido ocupando el escenario. Un panorama, pues, en el que el miedo lleva a la impotencia, donde somos individuos solitarios estando en crisis la idea de “nosotros” por la multiplicación casi sin límite de las identidades en las que nos calzamos.

Byung-Chul Han ha teorizado también sobre este nuevo estado de cosas al referirse a la sociedad del cansancio. Usando la metáfora del enjambre, alude a la capacidad de autoexplotación que tiene el ser humano para con una existencia en la que las nuevas tecnologías multiplican las tareas haciendo del tiempo, como nunca, un bien escaso. Estar permanentemente conectados contribuye, asimismo, al agotamiento. Si a todo ello se añade que, al amparo de la proliferación de las políticas identitarias, también claramente azuzadas por la revolución digital, la política del resentimiento se enseñorea de la plaza pública, la perspectiva no puede ser menos halagüeña.

La sociedad del cansancio consolida el hartazgo respecto a fórmulas que, aunque en términos temporales no son tan viejas, parecieran arrastrar una longevidad insufrible. Si en los países latinoamericanos, las democracias actualmente implementadas gozan de menos de medio siglo de vigencia en promedio y su rendimiento ha sido razonablemente positivo, pareciera que la velocidad de los cambios sociales y culturales les hacen mostrarse como antiguallas insoportables.

La floración de identidades múltiples, potenciada por las redes sociales, se complementa con la disolución de vínculos tradicionales en un contexto en el que no se alcanzan las expectativas gestadas. No vivir mejor que los padres es una evidencia que agota las promesas del gran circo mediático en el que se ha convertido la política que entra en una fase de fatiga reflejada en el descontento con las instituciones y con la propia democracia, así como en la crisis de la representación política en la que los partidos aparecen como los principales responsables.

Del descontento y de la minusvaloración dan sobrada cuenta los análisis demoscópicos. Como muestra reciente, basta recordar, para los dos países que monopolizan estos días la atención mediática, que el 37% de los brasileños están en favor de un golpe de Estado que desaloje a Luiz Inácio Lula da Silva de la Presidencia y que solamente el 20% de los peruanos aprueban la gestión de Dina Boluarte, mientras que el 14% aprueban al Congreso de la república.

Por su parte, la función de intermediación, clave en la faceta representativa en la que se expresa la democracia realmente existente, se ve desarticulada. En sí misma toda intermediación hoy está absolutamente patas arriba; pero, además, los partidos han perdido toda capacidad de identificación por parte del electorado. Hoy es más fácil la identificación con individuos a quienes se adora (o se odia) que son los que vienen a definir la liza política. En este sentido, Gallup acaba de poner de manifiesto que el 41% de los jóvenes en Estados Unidos se identifican como independientes, mientras que en 1990 eran el 33%, por lo que se da un empate entre las afinidades demócrata y republicana.

Así las cosas, no resulta extraño el panorama que correlaciona el cansancio societal con la fatiga de la política. En medicina, la astenia es el estado que sigue a la fatiga cuando las cosas no van a mejor porque la ausencia de aire, la sensación de ahogo, invade a quien la padecía. La cuestión, por consiguiente, es si la democracia de los países de América Latina está al borde de caer en esa situación crónica que pone en riesgo el indudable avance que ha habido en la mayoría durante las últimas cuatro décadas.